Manifesto
La producción artística se basa esencialmente en un acto creativo mediante el cual el sujeto humano (el artista) se vale de sus cualidades y facultades emocionales y espirituales, así como las manuales e intelectuales, para "informar" la materia, o sea para dar una forma y un mensaje a la sustancia.
El mensaje codificado por el artista está lejos de ser único o estático. Su arte, en continuo movimiento, puede variar de un periodo a otro, incluso de un momento a otro, y asumir al mismo tiempo múltiples significados en función de los distintos espectadores (en particular si procede de entornos históricos y socioculturales diferentes), aunque también en relación con la misma mirada, con el mismo individuo.
La obra de arte se evade así de su estado inerte de mera "cosa" y se revela sustancialmente polisémica. El mensaje situacional produce efectos directos e inmediatos en el comportamiento humano del espectador, emancipándose prepotentemente de su estado de mero "objeto" neutral e imponiéndose como dispositivo modificador de la mente de quien lo capta. Mediante la construcción de una dialéctica de mutua implicación y de comunicación entre artista, obra de arte y espectador, el "objeto" asume un papel social: no sólo es capaz de iluminar el contexto humano al que pertenece, sino también de tejer una trama de interacciones delineando su propia "vida social" y su propia "biografía" (A. Appadurai).
El espectador "tradicional", como destinatario del mensaje y consumidor de la obra artística, tiende por lo general a desempeñar un papel puramente pasivo. Mi concepto de arte, en cambio, se propone romper con esta pasividad y transformar al espectador de consumidor a "actor".
Con la creación de cuadros pictóricos de distintos tamaños, que nacen del uso combinado de papel, hierro, cobre, letón, imán y madera, el artista pone al espectador en condiciones de poder "jugar" con distintos elementos móviles e intercambiables, como si fuesen peones, y de crear él mismo, a su vez, una obra de arte.
La modularidad y la policromía integran y enriquecen la bidimensionalidad de la pintura y la tridimensionalidad propia de la escultura. El espectador cristaliza de esta manera una secuencia artística inédita, destinada a sobrevivir el tiempo que éste desee, componiendo y allegando al hilo de sus recuerdos, de sus visiones, de sus itinerarios interiores, de sus traumas, de su misticismo, de sus peculiares formas de equilibrio y de abstracción. El espectador, por lo tanto, tiene la posibilidad de transponer un "recorrido de vida " directamente en la simbología de la obra pictórica. De esta manera ya no existe una lectura canónica o una llave interpretativa preestablecida e inducida. La polisemia del cuadro llega a estas alturas a su ápice, emitiendo un mensaje a través de un alfabeto cada vez re-creado y variable.
Se trata de la búsqueda no sólo de un nuevo lenguaje, de una nueva forma de comunicación, sino también de una nueva perspectiva cognitiva individual y/o colectiva. La interacción con la obra de arte permite al espectador entrar en contacto con su propio pasado atávico y con la que podríamos definir su "memoria futura", la cual elabora un mensaje premonitorio casi en un acto de auto adivinación personal: los módulos pictóricos se vuelven medios de revelación de su subconsciente.
El acto creativo (y re-creativo) condensa la intersección de distintas fuerzas propulsoras que actúan simultáneamente: una actividad lúdica ejercida sobre un cuadro/tablero con la posibilidad de mover las piezas de nuestra vida en un numero de combinaciones teóricamente infinitas; un fuerte impulso psicoanalítico como instrumento de autoconocimiento, destrucción y reconstrucción del yo; por último, una práctica terapéutica entendida socráticamente como directa consecuencia del logro del yo. La irreproducibilidad de esta convergencia en la obra de arte representa y sintetiza la fragmentación del yo moderno, fragmentos de un espejo que sin embargo permanecen constantemente conectados.
La recomposición de esta identidad perdida en la experiencia pictórica y la interacción con la obra de arte pueden realizarse como vivencia individual y como coparticipación, con el objetivo de crear una nueva identidad colectiva en forma de distintas constelaciones sociales (pareja, familias, etc.).
A esta experiencia se asocia un factor fuertemente teatral. El espectador, convertido él mismo en autor del cuadro, se transforma en actor de una performance basada no sólo en la codificación de un mensaje inédito, sino también en el lenguaje corpóreo de la gestualidad, que reproduce ritualmente el teatro de la improvisación que es la vida misma.
El asunto de la segmentación del yo ("ahi cuore mio dal nascere in due scisso / quante pene durai a uno farne / quante rose a nasconder un abisso", U. Saba) es un elemento recurrente de mi forma artística. En otras obras (en este caso únicas, no personalizables), los paneles pictóricos son sometidos a un glacial corte quirúrgico que los descompone en una miríada de diminutas esquirlas, luego mezcladas, esparcidas y recompuestas de manera no intencional, o por lo menos según un pattern no racionalizado a priori. Los fragmentos se sobreponen, se acercan, se alinean, por un instante parecen juntarse y encontrar una orientación común, sin embargo rota enseguida por cortes y oblicuidades. Los colores de impresión, el aceite, el flatting y los barnices para metal crean combinaciones cromáticas momentáneas donde es posible sumergir (con cuatro/cinco pasajes de color) el papel como un batik. El cuadro asume los trazos de una trama de tejido enérgica e irregular obtenida de las cenizas de obras pasadas, cuya desfuncionalización ratifica una vez más su entrada en otra dimensión, votiva. La obra resultante es tan enigmática cuanto un intento de exégesis de lo divino, tan espiritual como un mandala. El lenguaje apto para expresar ese misterio sólo puede ser dual y ambiguo, oscilando entre el anverso y el reverso, la luz y la sombra, el claro y el oscuro, el papel y el hierro, lo positivo y lo negativo, el bien y el mal. El lenguaje compositivo de esta interacción entra la dimensión humana y la divina está encriptado en forma de un alfabeto onírico compuesto por distintos símbolos, cada uno dotado de un especifico valor "lingüístico". En ocasiones, la inspiración trae su origen de iconografías precisas, pero más a menudo produce elaboradas simbologías interiorizadas, un rico jeroglífico compuesto por combinaciones de círculos solares, tableros, laberintos, elementos floreales, copas, rostros humanos y/o divinos. El tema de la naturaleza domina sin oposición. El paisaje pictórico se transforma en un mundo onírico "subacuático", que desentierra fragmentos interiores para luego entrelazarlos, filiformes, en una nueva trama existencial.
Los trazos pictóricos de la técnica del monotipo (mediante el uso de rodillos, espátulas, pinceles y lápices) se parecen a surcos de arado que dejan incisiones en el terreno para hacer florar a la superficie los recuerdos grabados en el tiempo y custodiados como restos arqueológicos, casi como huellas fósiles. Mi pintura lleva los signos escondidos de un instinto barbárico, de un pasado analizado y revivido de manera instintiva, obsesiva. Mis experiencias infantiles sedimentadas en el subconsciente reemergen purificadas más allá de la línea de flotación del misticismo. Veo todos estos fragmentos de memoria dispersarse finalmente en el mundo, guardados, activados y revividos por nuevos espectadores/actores. A pesar de ello, estos fragmentos quedan conectados entre sí por un origen común, como filamentos de un tejido primordial energético. Del mismo modo todos nosotros, distintos individuos, quedamos unidos inconscientemente en un tejido espiritual y social, unas partículas que aguardan reunirse como átomos de un viaje cósmico.
Federico Bencini